Somos nosotros, no el algoritmo

«Los reyes de la casa». Delphine de Vigan

El drama de una niña secuestrada sirve de hilo conductor de “Los reyes de la casa”, de Delphine de Vigan. La tragedia del secuestro, una desgracia sustancial para la vida de quien la sufre, es en cierta medida accidental en la novela; un catalizador para la historia, que trata sobre todo de exponer algunos de los profundos cambios sociales y de comportamiento que está produciendo la sobreexposición de nuestras vidas -en grados diferentes y con carácter de epidémico en algunos casos- a los medios de comunicación y las redes sociales. Hablamos de aquellas modificaciones que ya se perciben y de aquellas apenas intuidas.

La madre de la pequeña Kimmy pasa de frustrada joven concursante de telerrealidad a explotadora de la intimidad familiar en Youtube, convirtiendo a sus dos hijos, pese al obediente hartazgo de ambos, en figuras estelares de esa nueva figura -de vacua autoridad- que son los “influencers”.

Un rapto y la resolución del mismo cosen dos historias fundamentales: la familiar y la de la investigadora Clara Roussel, un personaje bien interesante que ofrece algunos aspectos si no originales sí en cierta medida diferenciales del perfil habitual del investigador en la novela negra-policial. 

Su levedad física contrasta con una determinación y una capacidad de trabajo poderosas; además, desempeña un cargo de segunda línea pero fundamental: ordenar la información, procesarla para darle coherencia, revisarla y dejarla pulida para el proceso judicial; una tarea que requiere de tomar distancia para avizorar lagunas en la investigación o plantear dudas donde otros ven infundadas certezas.

La corriente de fondo de la historia es el tránsito acelerado desde principios de siglo desde la exposición pública de las intimidades en programas de telerrealidad a la almoneda de las redes sociales. El tiempo de la narración es el pasado-presente de los hechos acontecidos y el camino recorrido hacia el hoy así como un futuro de medio plazo en el que la escritora juega a imaginar un impacto de las nuevas tecnologías que el inexorable avance de Inteligencia Artificial parece descontrolar, aunque su impacto en nuestras vidas pueda tener no poco de profecía autocumplida si vamos adaptando nuestras decisiones a las predicciones de los modelos de entrenamiento de las máquinas. 

Pudiera parecer un objetivo excesivamente ambicioso el que plantea de Vigan, pero su sencillez narrativa -al margen de pretenciosidades y complejidades estilísticas- el trazo coherente de la trama y la solidez de los personajes contribuyen a posibilitar una saludable reflexión sobre la sociedad a la que vamos.

También la escritora huye de mítines o sermones; los hechos hablan: antes de los algoritmos estábamos nosotros, con nuestros miedos, nuestra curiosidad, nuestra necesidad de ser admirados o acogidos al menos en comunidad, nuestro ego… pulsiones que los algoritmos aprovechan y sobreexplotan en lo que Gérald Bronner define como “circuito de recarga de las redes sociales”; un ecosistema de retroalimentación entre nuestro yo más atávico y el interés crematístico cuyo combustible es la atención de los usuarios, valor de mercado por el que compiten ferozmente para obtener rédito de sus datos, el oro del sistema.

Evita De Vigan emitir juicios morales sobre sus personajes, sobre los que arroja esa mirada comprensiva que también recomienda Bronner a la hora de afrontar análisis de las nuevas situaciones que vivimos. A fin de cuentas, nosotros estábamos antes que el algoritmo.


Apunto tres autores cuyas obras recomiendo vivamente y que he citado en el texto o han inspirado alguna de las reflexiones que apunto.

  • Helga Nowotny: “La fe en la inteligencia artificial”, en Galaxia Gutemberg.
  • Gérald Bronner: “Apocalipsis cognitivo”, en Paidós editorial.
  • Jaron Lanier: “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”.

Y matar sólo si es necesario

Serie de Tom Ripley / Patricia Highsmith 2

Tom Ripley es un tipo educado, respetuoso, un admirable buen vecino, discreto y colaborador: detesta matar; sólo mata si resulta estrictamente necesario.

El envés de esa hoja movida por el viento de la maldad es la mentira y la capacidad de manipulación. También lo adorna la envida. Nacido humilde, criado por una tía rácana, en el camino de Tom se cruza un acaudalado naviero con un hijo tarambana cuya suerte en la vida despecha Ripley, quien ambiciona primero su íntima amistad -con ambiguas aspiraciones- y luego su fortuna. Dickie Greanleaf es todo lo que Tom ambiciona y a ser Dickie, no sólo un sosias sino Dickie mismo, consagra Ripley por completo su talento para el mal.

Patricia Highsmith despliega el Tom Ripley toda su capacidad para escribir sobre las umbrías del alma humana con un personaje que compendia la renuencia de la hipermodernidad a asumir culpa alguna y su renuncia, por tanto, a la redención. Tom Ripley es todo un tratado de autojustificación, autonomía moral y narcisismo en un envoltorio de sofisticación y cultivo intelectual que en muchas ocasiones alcanza lo cursi. El mal en Ripley sólo es banal en apariencia.

Además, es un tipo suertudo. En las cinco novelas que Highsmith dedica a Tom Ripley, el personaje se mueve en precarios equilibrios. Siempre sale bien librado de la caída por una confluencia de habilidad y fortuna.

La serie comienza con la notable «El Talento de Mister Ripley», bien conocida porque ha sido llevada al cine en dos ocasiones. La primera de ellas, en la sobresaliente «A pleno sol» (1960) y la segunda, la no menos destacable «El talento de Míster Ripley» (1999) versión esta con menos licencias respecto al libro que la versión anterior. Suponen en todo caso sendos ejemplos de películas a la altura (de por sí elevada) de la obra literaria.

En «Las máscaras de Ripley», el talento del personaje para el engaño alcanza su cumbre y su riesgo en el cotexto del mercado del arte. Las maldades de Tom en estas dos novelas irán hilando los otros tres relatos (de nuevo, el pasado que siempre vuelve): «El amigo americano», «Tras los pasos de Ripley» (probablemente la más turbadora de las cinco a la altura tal vez de la inicial) y «Ripley en peligro», en la que la autora deja abierto a la imaginación del lector el futuro del personaje.

Los relatos ocupan varias décadas, de los años 50 a los 80. Ripley, sin embargo, permanece inalterado en su ánimo y en sus ademanes. No se echa en falta tampoco la evolución del personaje. Ni siquiera pareciera que -salvo por mínimos detalles- evolucionan paisaje y paisanaje: en cierta medida, la escritora nos presenta un adelantado a épocas posteriores, confirmando así la capacidad de la literatura para pulsar los signos de los tiempos. En la mitad de esos años, el 68 rompe los relatos sólidos, acaba con las heteronomías morales, disuelve los pegamentos comunitarios y empuja a sociedades que son una agregación de yoes. Para entonces, Ripley ya estaba ahí.

Matar por aburrimiento

«Extraños en un tren» / Patricia Highsmith 1

La conciencia martillea a Guy Hines, el coprotagonista de “Extraños en un tren”. Como un Raskolnikov del siglo XX, el castigo por su delito es la consciencia de la culpa hasta el punto que la pena de la justicia mundana es apenas una consecuencia accesoria, porque la disyuntiva es de extrema necesidad: aniquilación completa o redención. Entre un personaje de Kafka, (como un Joseph K de los años cincuenta sometido a fuerzas irracionales que no entiende ni puede alcanzar a contrarrestar) y uno de Dostoyevski traza el personaje el inconmensurable talento de Patricia Highsmith. 

A la escritora estadounidense puede aplicarse lo que un crítico ruso escribió del escritor ruso: es un “talento cruel” por los extremos torturados a los que lleva a sus personajes y de su mano, a los lectores.

Claro que Dostoyevski dota al combate moral que tiene lugar en la conciencia de un alcance trascendental que en Highsmith se desarrolla con absoluta mundanidad. No en vano, cien años separan a ambos escritores (con bicentenario y centenario respectivos este 2021), un siglo que es a estos efectos de la duración de un eternidad.

Ilustración realizada con Dall.e 2

Hynes mata para acallar sus miedos burgueses y el tedio vital al que puede arrojar la abundancia material que conduce al vacío existencial y que empuja finalmente, como ante un precipicio, a la búsqueda de extremas emociones por la vía del crimen

Tal vez por esta razón, el mal sobre el que escribe Highsmith es quizá más banal (en sus causas y en sus excusas, no en sus consecuencias), como corresponde a un siglo XX con cuya desacralización también se trivializa la maldad. En “Extraños en un tren” el crimen es inducido por un tarambana, un egocéntrico niño de mamá, de un narcisismo patológico; un psicópata que juega al crimen por aburrimiento y que lleva a Hynes a jugar la partida que le propone. En todo caso, si Raskolnikov pretende excusarse en que su objetivo es matar una idea o un concepto, Hynes mata para acallar sus miedos burgueses y el tedio vital al que puede arrojar la abundancia material que conduce al vacío existencial y que empuja finalmente, como ante un precipicio, a la búsqueda de extremas emociones por la vía del crimen.

“Extraños en un tren” es una obra formidable en la que el lector se encuentra ante el interrogante de si cualquiera puede matar si tiene oportunidad y causa (o incluso si no la tiene); un lector que se ve en la perversa tesitura de sorprenderse incluso justificando un crimen o viendo con simpatía a su potencial autor, atrapado en una historia perturbadora.


Conviene de hecho introducir una caución en la comparación de los dos autores. Andre Gide advierte de que Dostoyevski, el motivo fundamental de los personajes es la voluntad de poder y que a estos los adorna una capacidad intelectual que define como diabólica. En Highsmith, lo diabólico es más bien la mera necesidad de diversión o de acción. El objetivo es un mero pasar los días entretenido en el que tan bien se desenvuelve un personaje que bien podría ser arquetípico como Tom Ripley.

En el tiempo transcurrido desde la escritura de la versión inicial del texto han aparecido las memorias de Patricia Highsmith, un libraco de mil y pico páginas en las que, al parecer, la escritora destila mala leche y despliega su superlativa capacidad literaria con sobreabundancia de capacidad corrosiva.

El voluminoso volumen provoca una profunda pereza. A sobreponerse a ella no ayuda la visión cotilla de

El voluminoso volumen provoca una profunda pereza. A vencerla no contribuye la perspectiva cotilla con la que no pocos medios han presentado una edición que -hay que suponer- supone un segura apuesta editorial. No me interesa profundizar en discutidos aspectos de la personalidad y la mentalidad de la escritora: ya habla por sus personajes.

En el principio fue el crimen

«Los casos del comisario Croce» / Ricardo Piglia

Si un clásico es un libro que el lector debe afrontar con el lápiz, tal y como dejó escrito George Steiner, probablemente el noir no pasará la prueba, aunque merece la pena leer a Fred Vargas o a Ricardo Piglia prestos a subrayar.

Prolifera un desaforado afán clasificatorio que rebosa internet de titulares replicados con propuestas de series sobre todo cuanto podamos imaginar. Suponen, por lo general, pretensiones canónicas.  En una serie dedicada a catalogar precisamente clásicos de la novela negra me topé con  “Crimen y Castigo”. La ubicación de esta obra cimera en los anaqueles de un subgénero tenido por ligero, como un entremés entre manjares o un entretenimiento piscinero, parecería en primera instancia o una frivolidad o ganas de retorcer.

Abona sin embargo una teoría que sostengo: que la novela policiacocriminal y el noir (cuyas diferencias de concepto dan para un luengo debate) pueden alcanzar altos vuelos literarios y que para sus mejores cultivadores, un crimen no es más que un pretexto para hablar de otras cosas y, en particular, de los abismos del alma humana; una excusa para contar historias, con desnudo sustantivo, que nos expliquen el mundo. O para evadirnos, que no es sino otra manera de entenderlo. Lo demás, como las etiquetas, son artificios.

«Siempre ha habido crímenes y descifradodores de enigmas»

Ricardo Piglia

En unos anaqueles sobresaturados de fajas negras, hay que andar con tiento y tino para encontrar alturas literarias, aunque cada lector tiene su canon, definitivo e indiscutible . 

Con todo, tal vez podemos estar de acuerdo en que en el principio fue el crimen. Porque «siempre ha habido crímenes y descifradores de enigmas”, ya en Homero y en la Biblia. Así se lo cuenta al comisario Croce a un viejo escritor una tarde de 1954. Asistía el entonces joven detective a una conferencia cuyo objeto eran precisamente sus  afamados métodos, particularmente intuitivos. “Los casos del Comisario Croce”, la obra póstuma de Ricardo Piglia, reúne en doce relatos un catón del género, probablemente sin pretenderlo, mientras acompaña al ‘pesquisa’ en un vagabundeo deductivo, una contradicción sólo aparente; un proceder engañosamente desvariado que convierten a autor y personaje en señeros.


Esta entrada, en una versión con ciertas modificaciones para el papel, fue publicada como presentación de la sección, el sábado 8 de febrero de 2020 en Diario del Altoaragón.

He sido incapaz de recuperar la cita que incluyo de George Steiner, pero es suya, como he comprobado en otras fuentes. Creí que corresponde a su libro «Errata» (Siruela,2009) , aunque no la encuentro. En esa obra sí dedica unas profundas reflexiones al clasicismo en el arte. Refiere el erudito que es aquello que nos lee, nos cuestiona, tiene un valor por sí mismo y en su espacio propio fructifica.